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𝙇𝙖𝙗𝙚𝙧𝙞𝙣𝙩𝙤

  Soy un invidente que habita un laberinto. Me valgo de los restantes sentidos para memorizar los lugares por donde transito cada día desde el amanecer hasta el anochecer, porque no hay más ocupación para los que llegan a este lugar que el procurarse la libertad. Las palmas de mis manos acarician los muros en busca de una salida y es así como alcanzo a saber de cuantas imperfecciones está hecho. Palpo los pisos a tientas en busca de signos extraviados. Estoy solo y eso significa que otros antes que yo consiguieron salir valiéndose de alguna habilidad, porque sería iluso creer que tan majestuoso sitio haya sido construido solo para retenerme a mi. Huelo señales en el aire y otras veces sueño con olores y en un indetenible caminar, como el del ratón atrapado en su rueda, recorro un trecho cada día con la esperanza de que uno de mis golpes al vacío me devuelva un eco.

𝙎𝙤𝙡𝙤 𝙩𝙚𝙨𝙩𝙞𝙜𝙤𝙨

  Jamás se había visto una ola como aquella en Ciudad del Mar. Los pescadores que habitaban en las montañas del litoral habían lidiado con toda clase de sucesos, desde remolinos que devoraban naves enteras y escupían los tablones de la quilla, hasta peces gigantescos que arrastraban a los más necios al fondo del mar cuando se negaban a cortar el cordel. Las generosas aguas que sirvieran de sustento a familias enteras regre saban  a recoger cuanto les pertenecía. Las radioemisoras anunciaban tormenta de manera mecánica. Cada día a la misma hora un parte del tiempo alertaba sobre distintos peligros al ir mar adentro, aunque ningún lugareño era detenido por tales amenazas, que aunque reales no lograban disminuir el hecho de que la vida continuaba a pesar de lo incierto del clima. El comercio de peces jamás se detenía a esperar por los temerosos que obedecían al hombre sin rostro que hablaba del clima con tanta familiaridad como si de dos conocidos se tratara.  Este mismo hom...

𝘿𝙚𝙨𝙚𝙣𝙘𝙖𝙧𝙣𝙖𝙙𝙤

  Alzaba los ojos al cielo en un intento desesperado por sobreponerse a la fatiga de la que sería su última noche. La carne dolía en infinitas y extrañas formas, como si se tratara de una crónica enfermedad padecida por años, que poco a poco ha conseguido debilitar el cuerpo y el espíritu hasta del más diligente de los hombres. Recuerdos de la infancia llegaban trayendo consigo emociones vívidas: de cuando escapaba a la carrera en los primeros días de escuela, renuente a permanecer sentado y en silencio a merced de los maestros o cuando a la edad de tres años echaba a andar, sin rumbo, siguiendo el rastro de su madre. Entendía al fin de donde provenía tanta angustia experimentada al verla llegar con el aliento entrecortado y las manos deshechas tras recorrer leguas de distancia cargada de comida. Con sus últimas fuerzas reunidas las formas en el firmamento que antes fueron abstractas se aclaraban dando paso a constelaciones enteras. El viento dejaba de ser helado para volverse el b...

𝙆𝙖𝙣𝙯𝙖

  Con la inconstancia que caracterizaba el clima en aquel nuevo mundo aprendió a poner atención a las señales y el hábito se extendió a otros ámbitos más profundos y abstractos de su vida.  Una consciencia superior, oculta hasta ese momento, emergía de quién sabe dónde, pero le permitía predecir cataclismos en lugares lejanos y explorar secretos nunca antes revelados.  Descifró el canto de aves extintas y el murmullo de caudales secos.  Dedicó cien horas a memorizar cada verso olvidado y comenzó a recitarlos en cuantos lugares visitaba.  Trajo a la vida los restos de una civilización perdida en el tiempo y devolvió la corona a reyes muertos. Todo esto con tan solo un pensamiento. 

𝙈𝙤𝙣𝙖𝙨𝙩𝙚𝙧𝙞𝙤

  —Es lo mejor —murmuraba Leona frente al portón del monasterio, para que los solitarios muros que le daban la bienvenida también fueran testigos de su llegada. Unos más solitarios que todo lo que era su vida a partir de los treinta y tres cuando experimentaba el cambio, más incluso que aquel único árbol del patio que había sobrevivido al invierno con las hojas intactas, cuando todo el panorama alrededor parecía consumido por el fuego. La última nevada había esparcido un pesado manto blanco sobre todas las superficies, aportándole luz a un paisaje ennegrecido de vegetación seca y escasas construcciones abandonadas por el hombre.    Sobre su cabeza un domo limpio y perfecto se extendía, ese de cuando las temperaturas amenazaban con transformar la nieve en hielo, el único y padadójico punto en común con aquel recurrente sueño de vivir para siempre en un mundo cálido de cielo azul y palmeras.    Una inspiración profunda conseguía liberarla de los rezagos del mundo,...

𝙉𝙤 𝙚𝙣𝙩𝙞𝙚𝙣𝙙𝙤

  Con una inspiración profunda parecida a un suspiro reúno las lágrimas derramadas por los arbustos secos y las devuelvo a la tierra convertidas en dicha. Ha amanecido lloviendo como hace tiempo no hacía y al río seco se le ha permitido volver a correr.  Tanta sequía que nuestras raíces apenas recordaban el sabor de la tierra húmeda. Tanto tiempo a la espera de un aguacero que transformara en hojas nuestras espinas. ¿Cómo no anticipar que el mismo aliento que diera vida al primer hombre también podía hacer llover? 

𝙃𝙤’𝙤𝙥𝙤𝙣𝙤𝙥𝙤𝙣𝙤 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙢í

  Llegué arrastras a la falda de la montaña con la ropa hecha jirones, los pies sangrantes por la ardua caminata de mi última vida y un nudo apretado alrededor de la garganta que solo me permitía articular las palabras, aunque sin sonido alguno. Habría podido pedirle a las ramas que me concedieran el paso sin cubrirme de arañazos. Con un canto habría pedido a las raíces que me evitaran tantos tropiezos con los que mis rodillas albergan tantas y tan profundas heridas.    En mi incapacidad para pedir al bosque lo que podía y era bueno, lo recorrí llena de miedos y angustias. Cada rama dejó su marca, cada raíz un dedo partido. Había logrado atravesarlo, ¡pero a que costo! Lo culpé y lo maldije en silencio hasta que una cordillera apareció ante mí.    Entonces, mi visión cambió y pensé que esta vez se presentaba algo mejor y más digno. Las montañas eran incontables hasta perderse la vista, por lo que la trayectoria sería larga. Mitad en bajada, mitad en subida parec...