𝙃𝙤’𝙤𝙥𝙤𝙣𝙤𝙥𝙤𝙣𝙤 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙢í
Llegué arrastras a la falda de la montaña con la ropa hecha jirones, los pies sangrantes por la ardua caminata de mi última vida y un nudo apretado alrededor de la garganta que solo me permitía articular las palabras, aunque sin sonido alguno. Habría podido pedirle a las ramas que me concedieran el paso sin cubrirme de arañazos. Con un canto habría pedido a las raíces que me evitaran tantos tropiezos con los que mis rodillas albergan tantas y tan profundas heridas.
En mi incapacidad para pedir al bosque lo que podía y era bueno, lo recorrí llena de miedos y angustias. Cada rama dejó su marca, cada raíz un dedo partido. Había logrado atravesarlo, ¡pero a que costo! Lo culpé y lo maldije en silencio hasta que una cordillera apareció ante mí.
Entonces, mi visión cambió y pensé que esta vez se presentaba algo mejor y más digno. Las montañas eran incontables hasta perderse la vista, por lo que la trayectoria sería larga. Mitad en bajada, mitad en subida parecía justo. Estaban cubiertas de una hiebra suave que no arañaba ni hacía sangrar los pies. Me fui a la carrera de flor en flor, llena de la felicidad que a menudo proviene de la ignorancia.
Había recuperado la voz y por primera vez podía evocar esa melodía que resonaba en mis oídos desde que algún bosque, quizás el último, se hiciera parte de mí. Avancé a zancadas disfrutando del nuevo ambiente hasta que una madrugada fui derribada por los vientos que comenzaban a soplar en la cima y así fue durante todos los amaneceres de mi andar en ascenso.
Ahora tenía voz para pedir esto y aquello, pero las ráfagas se llevaban mis gritos a lugares tan lejanos donde incluso el eco de las voces había sido olvidado. Estuve tentada a huir, extrañando las hojas secas amontonadas que me servían de colchón y los hormigueros que me entretenían en los descansos. Todo cuanto no había apreciado del bosque me parecía infinitamente más valioso, más incluso que la olorosa hierba bajo mis pies. Ya no había en mi memoria ramas como filosas navajas ni raíces obstaculizando el avance, solo el agradable sonido de las copas de los árboles mecidas por el suave viento de los llanos. Y durante algunos segundos quise regresar a estrenar mi voz con aquellos que sabía obedecerían, pero aún tentada ante lo fácil no pude, porque había comprendido que no era posible desandar un camino andado.
Ando con la certeza absoluta de que la manera de sobreponerme a las frías ráfagas de las montañas surgirá en el instante en que descienda la última colina y otro paisaje distinto se dibuje ante mí, uno que no contendrá filosas ramas ni vientos huracanados.
Sigo adelante con la resignación de que cada escenario distinto me hará encontrar nuevas maneras de ser y de hacer, porque encontrar dos lugares idénticos en un mismo viaje significa que aún no estoy lista para avanzar.
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