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Jam谩s se hab铆a visto una ola como aquella en Ciudad del Mar. Los pescadores que habitaban en las monta帽as del litoral hab铆an lidiado con toda clase de sucesos, desde remolinos que devoraban naves enteras y escup铆an los tablones de la quilla, hasta peces gigantescos que arrastraban a los m谩s necios al fondo del mar cuando se negaban a cortar el cordel.
Las generosas aguas que sirvieran de sustento a familias enteras regresaban a recoger cuanto les pertenec铆a. Las radioemisoras anunciaban tormenta de manera mec谩nica. Cada d铆a a la misma hora un parte del tiempo alertaba sobre distintos peligros al ir mar adentro, aunque ning煤n lugare帽o era detenido por tales amenazas, que aunque reales no lograban disminuir el hecho de que la vida continuaba a pesar de lo incierto del clima. El comercio de peces jam谩s se deten铆a a esperar por los temerosos que obedec铆an al hombre sin rostro que hablaba del clima con tanta familiaridad como si de dos conocidos se tratara.
Este mismo hombre, tiempo despu茅s de que la ola destruyera todo dijo que se hab铆a formado diecisiete millas mar adentro, en una depresi贸n en el fondo marino que los cient铆ficos hab铆an declarado zona roja para la navegaci贸n debido a la presencia de un volc谩n, pero nadie nunca le cree a la ciencia hasta que suceden las desgracias. Lo cierto fue que en un batir de espuma y sal la furia del mar arras贸 con cuanto encontr贸 a su paso en cuesti贸n de minutos. Escal贸 la falda de la monta帽a derribando lo verde, llenando de nudos la maleza hasta hacer intransitables los trillos creados por el hombre, empapando las mil lenguas de fuego que alimentaban reba帽os para que nadie volviera a servirse de ellas. Al llegar a la cima golpe贸 en la m谩s fastuosa de las casas, esa pintada de blanco con una cruz enorme en la c煤pula m谩s alta y que se ubicara en la misma cima de la monta帽a, desde donde solo pod铆a verse el agua a trav茅s de los amplios ventanales. Toc贸 a puerta de cada uno de los vecinos de Ciudad del Mar y ante su renuencia a abrirle paso atraves贸 las ventanas sin titubear. Durante algunos segundos se escuch贸 lo que desde arriba parec铆a el bramido mortal de un reba帽o a punto de ser sacrificado. Era el grito de horror de los hombres aferrados a la solidez de la materia buscando salvaci贸n. Su propio fin revelado sin que les otorgaran la posibilidad del perd贸n.
Y as铆, durante algunos instantes nos permitimos compadecernos de cada uno de ellos. Estaba prohibido intervenir en el destino de los hombres, pero fuimos capaces de bendecirlos antes de partir hacia aquel otro lugar, cuyo 煤nico destino era arder hasta los cimientos.
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