𝘿𝙚𝙨𝙚𝙣𝙘𝙖𝙧𝙣𝙖𝙙𝙤
Alzaba los ojos al cielo en un intento desesperado por sobreponerse a la fatiga de la que sería su última noche. La carne dolía en infinitas y extrañas formas, como si se tratara de una crónica enfermedad padecida por años, que poco a poco ha conseguido debilitar el cuerpo y el espíritu hasta del más diligente de los hombres. Recuerdos de la infancia llegaban trayendo consigo emociones vívidas: de cuando escapaba a la carrera en los primeros días de escuela, renuente a permanecer sentado y en silencio a merced de los maestros o cuando a la edad de tres años echaba a andar, sin rumbo, siguiendo el rastro de su madre. Entendía al fin de donde provenía tanta angustia experimentada al verla llegar con el aliento entrecortado y las manos deshechas tras recorrer leguas de distancia cargada de comida.
Con sus últimas fuerzas reunidas las formas en el firmamento que antes fueron abstractas se aclaraban dando paso a constelaciones enteras. El viento dejaba de ser helado para volverse el bálsamo que aliviaba el ardor de unas heridas. El chillido fatal de los animales nocturnos se convertía en canto. La aterradora oscuridad de la más larga de las temporadas de invierno era percibida como un velo protector y la rigidez de los músculos se suavizaba con la fina hierba del campo donde yacía. Con cada inspiración profunda el mundo se convertía en hogar otra vez.
Los estertores cesaban con la llegada del amanecer, ni cálido ni soleado, pero que conseguía poner fin a la agonía que acechaba a la vuelta de cada túnel de pensamiento. Un solo paso en falso y sería arrastrada hacia lo sombrío que puede volverse un ser cuando experimenta el dolor constante. El cuerpo finalmente dejaba de luchar rendido a la voluntad del espíritu. Una espesa bruma inundaba cuanto podía alcanzar su vista y quedaba a merced del olvido y el silencio. Así, durante un tiempo indefinido, hasta que la luz le fue devuelta a sus ojos y recordó quien era.
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