𝙊𝙩𝙤𝙣̃𝙤 𝙚𝙩𝙚𝙧𝙣𝙤

 


En mi recorrido por otros mundos llegué a conocer culturas diversas, aunque después de tantos otoños debo reconocer que jamás vi una más extraña que la del General Mustio, como le llamaban sus súbditos a escondidas. Un hombre alto y fornido según contaban, con tanta vitalidad que pareciera nutrirse de la energía misma del universo. No era un general propiamente, puesto que en este planeta remoto jamás hubo una armada o una guerra que pelear. Nunca nadie se atrevió a enfrentarlo porque su sola presencia intimidaba a la servidumbre y espantaba a los visitantes de paso, que como yo, llegaron en algún punto de su recorrido en busca de aventuras o de una parada de descanso después de un largo camino. 

 

Recuerdo haber sido despojado de mis poseciones en el momento en que mi nave tocó Tierra Mustia. Los hombres me rodearon como hacen las hormigas con los insectos moribundos y pieza a pieza quedé al desnudo. Rebuscaron entre mis pertenencias cualquier cosa que violara las leyes que aún resultaban desconocidas para mi y que a pesar de que ninguno de ellos las llegaba a comprender, eran acatadas bajo el temor de la pena de muerte, aunque ninguno jamás había sido ejecutado. 

Me dieron ropas nuevas. Unas de color marrón con olor a hierba seca y agujeros en los sobacos, con más de mil usos con certeza. Me mostraron los pasajes por donde los extraños tenían permitido transitar y me alimentaron con una mezcla babosa de raíces con regusto agridulce como de fermentación. Según supe después, a los gusanos de palo podrido los mezclaban con vino de raíces. Con razón al final de cada comida no había uno solo de nosotros que no acabara con la risa de oreja a oreja, agradecido por tan suculento plato. 

 

Así transcurrió aquella temporada, entre paseos por las praderas otoñales cubiertas de hojas anaranjadas y la hierba seca, que con mil bocas empinadas hacia el cielo rogaban por lluvia que las hiciera reverdecer. Machaqué gusanos con las doncellas y fabriqué vino de raíces. Aprendí a tejer bufandas de hilos anaranjados y al cabo de tres meses fui despedido en el mismo lugar donde me recogieran a mi llegada, sin más ceremonia que un tarro lleno de aquella sustancia pegajosa que nos hacía sonreír. Algo andaba mal. Sabía que me estaban echando sin motivos y que la urgencia y gravedad en la manera en que me obligaron a subir a mi nave debía tratarse de una orden directa del General Mustio. 

 

Percibí la tensión que provoca un silencio forzado, en los criados y en el tropel de súbditos que noches antes se movían en grupos de un lado a otro. Una expresión llena de incertidumbre que me hizo sospechar que algo grave estaba ocurriendo. Aterricé la nave en el mar de espuma que rodeaba el planeta y sigiloso resolví regresar a tierra. Me escurrí entre los matorrales y esperé a que el reflejo de la luna me advirtiera del anochecer, cuando todos terminaban recogidos en sus aposentos. Un único lugar permanecía iluminado y era en efecto aquella casa de cristal, a la que los extraños no tenían permitido acercarse. 

 

—¿El general va a morir? —oí susurros entre los criados mientras me acercaba en punta de pies. 

 

—¡Calla! —regañó con aspereza otra voz—. Si muere el General vendrá el invierno y moriremos todos. ¿Acaso no lo sabes?

 

—No hemos tenido una primavera en quién sabe cuantos años. No parece tan malo después de todo, morir de frío con tal de ver un solo retoño de hoja verde. Me asquea el naranja en todas sus variaciones. Si algún día logro escapar, jamás querré saber sobre ese color. Dormiré en los otoños y saldré a caminar cuando la nieve haya cubierto las ramas de los árboles. 

 

—El invierno es mortal. No sabes lo que dices. El General nos ha estado protegiendo de él y a causa de eso, su vitalidad se desvanece en cada estación que se sucede. 

 

—Desobedece las leyes de la naturaleza. ¿Por qué un árbol se negaría a soltar sus hojas para dejar brotar otras nuevas? ¿No se da cuenta acaso de que al retenernos aquí, jamás sabremos lo maravilloso que saben los frutos? 

 

—Juzgas demasiado para tu edad. Deberías estar durmiendo a esta hora, en lugar de andar fisgoneando en los asuntos de los criados. 

 

—Cuentan que anoche se puso su armadura y entró en la casa de cristal. Había un árbol verde adentro que se convirtió en hombre a la media noche y el General estuvo llorando hasta el amanecer. ¿Es eso cierto? 

 

 

Un planeta extraño y una conversación más indescifrable aún, para un viajero casual que no llega a conocer lo que le rodea más que en la superficie. Sucede cuando miramos a las apariencias sin detenernos a escudriñar en el interior. Parecía un lugar común a simple vista, sin juicios condicionados sobre el porqué no había más animales que gusanos, o porqué todos vestían los mismos colores, o porqué cuando se suponía que finalizara el otoño fui expulsado con premura. Un árbol que se niega a dejar caer sus hojas porque le teme al invierno. ¿Acaso nadie le ha contado sobre las estaciones? Se repiten como en una rueda. El invierno tiene fin y vale la pena su crueldad cuando por recompensa obtenemos el regocijo de las flores frescas, lo dulce de los frutos y el verde exuberante en cada rincón que alcanza la vista. El calor del verano hace en ocasiones desear la llegada del invierno. ¿Por qué vivir en un otoño perenne, renuentes al cambio, obstruyendo nuestra propia evolución y la de otros que dependen de nosotros? 

 

Esa misma noche planeé colarme en la habitación del General y ver con mis propios ojos de lo que hablaban; de la renuencia del General y de su vitalidad para contener los inviernos. Apenas podía sostenerme de pie cuando esperaba a que apagaran las velas, escondido entre las cortinas de la gran ventana que aireaba el recinto. Las criadas murmuraban y un joven hechicero con gorro verde vertía agua sobre, ¿sus raíces? Ya no eran pies, sino unas infinitas hileras de flecos que se habían encajado en el suelo buscando de que sostenerse. Alrededor un gran cúmulo de hojas se amontonaba sobre el lecho donde descansaba un hombre recio, encogido como una raíz, en un sueño profundo y placentero. 

 

—Mañana inicia el primer invierno de los últimos mil años y en tres meses la anhelada primavera. El General florecerá y junto a él, todos ustedes —pronunció el hechicero con gravedad—. Es momento de mostrar gratitud ante lo que recibieron de él. Esta renuncia le ha costado todas sus creencias. No necesita un recordatorio constante sobre su juicio errado. Anoche lo ha entendido todo. 

 

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