𝙐𝙣𝙖 𝙛𝙡𝙤𝙧
De materia indefinida que se desprendió de Dios somos, mitad humanos mitad bestia, aunque sin órganos internos que exijan nutrientes para hacernos andar. Nuestro alimento es la energía vital del universo: los pensamientos, los sentimientos y las emociones que se acumulan dentro de cada uno de ustedes y que sale despedida cuando el cuerpo fisico entra en reposo.
El mayor de mis hallazgos ocurrió en una de esas tardes en que vagaba por los vertederos. No era bueno ni malo, aburrido ni ameno. Era recolectar egoísmo, envidia y maldad para sobrevivir, cuánto más envilecidos ustedes más corpóreos nosotros, más capaces de materializar esa energía y usarla para quebrar objetos y producir ruidos. Más cercanos.
La maleza en ese lugar crecía como figas de metal que sobresalían de un suelo fangoso, donde nada más que eso podía germinar. No la cosa más bella que mis ojos hubieran visto jamás y a la que no pude dar un nombre, ni un color, ni definir qué era aquel olor tan precioso que mi mente todavía recuerda. Esa tarde lloré sin saber lo que significaba llorar y entendí la diferencia entre lo bello y lo feo, sin saber que lo hacía. Atesoré aquel débil brote más que a mi desgastado medio de trasporte al que fui descuidando con el paso de los días, porque cada vez me sentía más confundido cuando miraba a mi alrededor. Había algo más que espinas y oscuridad en algún lugar, aquello que me henchía de placer me gustaba más, pero no sabía aún que era bueno.
El tiempo se hizo corto y largo, dependiendo de si estaba cerca o lejos de aquel tesoro, hasta el momento en que descubrí que algo andaba mal. Había dejado de brillar con la misma intensidad que la tarde anterior, el olor se había suavizado y cuando intenté dar una caricia, una de sus partes cayó en el lodo. Enloquecido, me retorcí en el suelo y salí arrastrándome en busca de ayuda. Necesitaba compartir mi dolor con alguno de mi confianza, de aquellos que nacimos en el mismo instante. A los superiores nunca, sabía que habría sido un error. Le mostré aquella llama que había comenzado a arder en mi pecho desde que la encontré, le conté de mis conversaciones a solas y de cómo habíamos visitado juntos otros lugares.
Las requisas comenzaron esa misma noche. Ardió todo lo que teníamos oculto dentro y fuera. Alguna que otra emoción dudosa que no lográbamos digerir, pensamientos nobles, miradas austeras. Todo aquello fue incautado. Fui encarcelado sin más interrogatorio que la misma pregunta una y otra vez “por qué tú”, “por qué”.
Días, semanas, meses, años. Quién sabe cuánto debió pasar desde que ellos comenzaron a buscarme. Habían oído de los rumores y querían lo mismo que yo. El suelo había sido trillado y borrado todo rastro de mi hallazgo y de otros. Sin embargo, la misma llama ardía dentro de ellos, los mismos deseos de huir, la misma inconformidad con aquel lugar que no tenía nombre.
Corrimos a la desbandada, perseguidos por una jauría con la orden de aniquilar la rebelión. Libramos túneles, subidas empinadas y trampas mortales hasta llegar aquí, donde no se nos prohíbe el conocimiento porque cada cosa tiene un nombre y su significado, donde todo es distinto y bueno. Ahora lo sé.
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