𝙇𝙚𝙘𝙘𝙞𝙤́𝙣 𝙙𝙚 𝙫𝙞𝙙𝙖
Aprendí de la peor manera: a golpes y sablazos cuando creía que la vida había dejado de darme lecciones.
Las granizadas habían destrozado mi techo, arrasado mis cosechas y muerto un gran número de mi ganado. Parte de mis posesiones pudieron ser salvadas, otras las di por perdidas y me dediqué a no cuantificar lo que no podía ser recuperado, evitando las inútiles lamentaciones que a veces no nos dejan ver lo afortunados que somos tras sobrevivir a un cataclismo de tal magnitud.
Construí una casa nueva desde los cimientos a un lado de la antigua. Invertí en materiales más resistentes y por tanto más costosos. Siempre con el pesar de fondo de que quizás no volviera a enfrentar una tormenta tan dura como aquella y que tanto esfuerzo terminaría siendo vano. Aún así decidí prepararme para lo que viniera, con la poca fe de los que ya no esperan salir victoriosos de ningún evento.
Durante el proceso experimenté jornadas de desánimo, en que solía preguntarme a menudo si tanto sudor no sería inútil. Comencé a descuidar los ladrillos, algunos se agrietaron y ante el sentimiento de despilfarro, los remendé para colocarlos en la pared que quedaba amparada por un árbol de más de cien años. Las cosechas comenzaron a podrirse en el granero porque no me quedaba tiempo para plantar. Apresurado, tracé unas cuantas líneas superficiales en el terreno y arrojé las semillas tratando de salvar lo que pudiera. Una primera cosecha que traería pérdidas, pero que me habría salvado del ocio y la inconstancia.
La casa se sostiene por sí sola. Parece sólida en apariencia, sin embargo, conozco de esa pared remendada que podría fallar a última hora. Han anunciado tormenta y me he arrodillado ante la Divina Creación, rogando inmunidad está única vez, bajo la promesa de enmendar esa y todas las paredes rotas que estaré tentado a levantar.
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