𝙇𝙡𝙖𝙢𝙖

 


—¿Quién eres? —la escucho preguntar como si fuera la primera vez. Resulta conmovedora su insistencia, a pesar de que sabe lo improbable que es recibir una respuesta consistente de mi parte.

La luz de la cerilla me ha tomado por sorpresa y debo admitir que me estremeció su llamado. Jamás creí que se las arreglaría para tenerlas en este encierro donde todo está prohibido. 

 

—Soy yo. Soy todo y nada a la vez, pero eso ya lo sabes —contesto con el tono enigmático de todas las veces que ha hecho la misma pregunta. 

—Entonces dime, ¿dónde acaba la nada y comienza el todo? 

—Prendiste la cerilla y soy. Soy porque me has llamado. Soy ahora para ti. Ahí comienza y acaba todo. 

 No se nos prohíbe bromear, aunque la mayoría no usa su posición para jugar con ellos. Cuando solemos ser llamados acudimos en socorro. Con ella es diferente. Ha sido diferente desde siempre. 

—¿Dónde has estado todo este tiempo en que no tuve cerillas para prender? —pregunta y advierto un rastro de enojo en su voz. 

—He estado aquí y allá. Estoy en todos lados, eso también lo he dicho antes.

 

No se deja amedrentar por mis palabras evasivas, aunque llenas de un sentido, oculto todavía, porque no ha sido capaz de revelarlo. Siempre acabo arrepintiéndome de mis esquivos, pero no tengo permitido hablar. 

 

La luz de una cerilla nos ha mantenido conectados. ¿Por cuánto tiempo? No podría asegurar, soy algunas veces atemporal. Existo de la misma manera en que lo hacen las montañas y los astros. 

—¿Dónde es aquí y allá? —Y más preguntas llegan atropelladas hasta el borde de sus labios. 

 

Adentro no hay aire. La luz de la llama no parpadea y nos ha fundido a ambos en una única sombra empañando la blancura alrededor. 

 

—Aquí es el ahora, donde estamos uno de pie frente al otro —repito con monotonía porque he perdido la cuenta de las veces en que hemos tenido una conversación parecida—. Aquí miro tus ojos mientras la luz de esta cerilla los mantiene iluminados. Allá es un oscuro incierto. No hay cerillas y por tanto, ésta y cualquier otra luz se ha extinguido. 

 

—Eso está complicado. Dices nada en muchas palabras —Llega a protestar. 

 

Somos esquivos, lo reconozco. Nuestras respuestas no siempre resultan comprensibles y derechas como la línea de la vida que todos imaginan. 

 

La cerilla se ha consumido hasta la base y escucho un quejido antes de quedarnos a oscuras. No puede oírme sin ellas. Resulta graciosa su persistencia: cómo está dispuesta a permanecer en el mismo lugar mientras tantea en los bolsillos de su bata de hospital. 

—Dime al menos un nombre, algo con lo que pueda llamarte para que vengas cuando esté con él. No puedo hacer fuego en su cara. Me llevarían a la habitación oscura de inmediato. 

—¿Cómo has dado con cerillas aquí adentro? Los pacientes no tienen permitido algo con lo que puedan atentar contra su vida. Sé que no has pensado en eso, pero no deja de ser peligroso para los otros. 

Ha vuelto la luz a sus ojos y por ello alcanza a oír mi última frase como en un susurro, aunque su parloteo no ha parado porque sabe que puedo oírla. 

—Descubrirían que alguien del personal hace tratos con nosotros. Harían requisas por mi culpa y todos me odiarán aquí adentro. No saldría viva de esta. Necesito algo para probarles a todos que existes, que no estoy loca, que eres real aunque nadie más pueda oírte. 

 

Me sumerjo en la profundidad de sus írises y soy capaz de ver cuantas existencias tiene su alma. Incluso ese último momento antes de renacer, cuando nos despedimos y me pidió que fuera paciente esta vez, que había preparado ciertos obstáculos antes de encontrar el camino. 

—Dios no nos ha dado un hombre propio como lo hacen entre los humanos —respondo cauteloso—. Somos materia que se desprendió de Dios. Una parte de Èl. Entonces llámame así. Llámame Dios. 

—Daré cabida a confusiones de todo tipo cuando le cuente al doctor que es Dios quien me habla. Me tomará unos cuantos meses de mentiras hacer que lo olvide y acceda a reducir las dosis. No eres de gran ayuda en realidad. 

 

Ha hablado deprisa, antes de que el fuego acabara por consumir la cerilla y se apresura a prender otra. ¿Cuántas más quedan en sus bolsillos? Mis respuestas, aunque evasivas, casi siempre le traen consuelo. 

 

—Siempre es posible mentir un poco más. Dirás que no es una voz lo que has estado escuchando, sino que te sentías ignorada y trataste de encontrar la atención de tus negligentes padres, o que las cerillas no eran tan mágicas como creías, o que aquel incendio no fue intencional. 

—¡El incendio no fue intencional! —grita enfurecida—. ¡Si hubieras aparecido cuando te llamé no habría pasado nada!

—Prendiste fuego a la casa de otra persona y luego dijiste que escuchabas una voz. Tienes suerte de haberte librado de la cárcel —le recuerdo aquello que se ha estado esforzando por olvidar. Necesita aprender algo. 

—No quiero mentir más —solloza y su aliento hace retemblar la llama. Tiene uno, como todos los vivos—. He estado  hablando con esta llama durante años. ¿Quién creerá que de un día al otro no lo hago más?

—Diles que las pastillas han funcionado bien. Te creo capaz de convencerlos a todos.

 

Otra cerilla se ha consumido hasta la base y se ha quedado inmóvil. No quiere oír más excusas, ni soluciones mediocres, ni consejos. 

Han sido incontables nuestras veces, desde que descubrió que la luz le permitía oírme. Yo nunca dejé de hablarle. Tenía ocho años cuando sucedió por primera vez. Siempre la misma pregunta y yo las mismas respuestas, como una escena repetitiva que hemos vivido 8899 veces. 

 

—¿Quién eres? 

 

No lo recuerda, que antes de esta persona atormentada y ciega, era un ser de luz, que determinó que estaba preparado para enfrentarlo todo. 

 

Esperaré en silencio hasta que vuelva a prender otra cerilla para susurrarle al oído que deje de interesarse por mi y comience a cuestionarse a ella misma quién es. Debería ser suficiente con eso, fueron sus últimas palabras antes de desaparecer. 

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