𝙑𝙤𝙘𝙚𝙨
Tenía ocho y las frases le quedaban grandes a mi inocencia. Oía de pasada la nostalgia de María Teresa Vera y los versos de Guillén, el llanto de Varela que no sale de mi cabeza después de más de 20 años. ¡Cuánto de razón tenías! Ojalá la vida te premie tanta sabiduría adquirida, me inclino a creer, que a fuerza de golpes.
“Apenas abro los ojos, todo el silencio se va“, decía uno de sus lamentos que ronda mi memoria como abeja a la flor, agresiva en su aleteo, decidida a tomar lo que cree que le pertenece.
Las voces en mi cabeza, las malditas voces de los muertos. Benito, que murió ahorcado después de despachar a su esposa y a sus cuatro hijos. No es el ruido de la calle lo que me hace maldecir los amaneceres, sino ellos. El “qué digo” y el “qué me responderán de vuelta”, en un interminable guion que se escribe solo. Detengo el lápiz, pero las palabras siguen apareciendo en el papel. Tormento.
Doy dos giros en la cama espantando a Mirta, la tuerta que murió cruzando una carretera a medianoche y aún no sabe que fue enterrada hace cuarenta y dos años.
Malditos aquellos que han sido dotados con el don de la palabra. ¡Malditos son!
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